Compendio de cuentos
Estos son los cuentos que les tuvieron que mandar sus compañeros.
El hombre que llamaba a
Teresa
Bajé de la acera, di unos pasos hacia atrás mirando para
arriba y, al llegar a la mitad de la calzada, me llevé las manos a la boca,
como un megáfono, y grité hacia los últimos pisos del edificio:
-¡Teresa!
Mi sombra se espantó de la luna y se acurrucó entre mis
pies.
Pasó alguien. Yo llamé otra vez:
-¡Teresa!
El hombre se acercó, dijo:
-Si no grita más fuerte no le oirá. Probemos los dos.
Cuento hasta tres, a la de tres atacamos juntos. -Y dijo-: Uno, dos, tres. -Y
juntos gritamos-: ¡Tereeesaaa!
Pasó un grupo de amigos, que volvían del teatro o del
café, y nos vieron llamando. Dijeron:
-Ale, también nosotros ayudamos.
Y también ellos se plantaron en mitad de la calle y el de
antes decía uno, dos, tres y entonces todos en coro gritábamos:
-¡Tereeesaaa!
Pasó alguien más y se nos unió, al cabo de un cuarto de
hora nos habíamos reunido unos cuantos, casi unos veinte. Y de vez en cuando
llegaba alguien nuevo.
Ponernos de acuerdo para gritar bien, todos juntos, no
fue fácil. Había siempre alguien que empezaba antes del tres o que tardaba
demasiado, pero al final conseguíamos algo bien hecho. Convinimos en que
"Te" debía decirse bajo y largo, "re" agudo y largo,
"sa" bajo y breve. Salía muy bien. Y de vez en cuando alguna
discusión porque alguien desentonaba.
Ya empezábamos a estar bien coordinados cuando uno que, a
juzgar por la voz, debía de tener la cara de pecas, preguntó:
-Pero ¿está seguro de que está en casa?
-Yo no -respondí.
-Mal asunto -dijo otro-. ¿Se había olvidado la llave,
verdad?
-No es ese el caso -dije-, la llave la tengo.
-Entonces -me preguntaron-, ¿por qué no sube?
-Pero si yo no vivo aquí -contesté-. Vivo al otro lado de
la ciudad.
-Entonces, disculpe la curiosidad -dijo circunspecto el
de la voz llena de pecas-, ¿quién vive aquí?
-No sabría decirlo -dije.
Alrededor hubo un cierto descontento.
-¿Se puede saber entonces -preguntó uno con la voz llena
de dientes- por que llama a Teresa desde aquí abajo.
-Si es por mí -respondí-, podemos gritar también con otro
nombre, o en otro lugar. Para lo que cuesta.
Los otros se quedaron un poco mortificados.
¿Por casualidad no habrá querido gastarnos una broma?
-preguntó el de las pecas, suspicaz.
¿Y qué? -dije resentido y me volví hacia los otros
buscando una garantía de mis intenciones.
Los otros guardaron silencio, mostrando que no habían
recogido la insinuación.
Hubo un momento de malestar.
-Veamos -dijo uno, conciliador-. Podemos llamar a Teresa
una vez más y nos vamos a casa.
Y una vez más fue el "uno dos tres ¡Teresa!",
pero no salió también. Después nos separamos, unos se fueron por un lado, otros
por el otro.
Ya había doblado la esquina de la plaza, cuando pareció escuchar una vez más una voz que
gritaba:
-¡Tee-reee-sa!
Alguien seguía llamando, obstinado.
Campeonato Mundial de Pajaritas
Abierto oficialmente el campeonato mundial de pajaritas
el señor Pereira se dirige al proscenio, toma una hoja de papel, la dobla, la
vuelve a doblar, y de los pliegues surgen lentamente una montaña, y un arroyo,
y un arco iris que desciende hasta que junto a él fulguran las nubes y
finalmente las estrellas. Un gran aplauso resuena, el señor Pereira se inclina
y baja lentamente a la sala.
Acto seguido se instala en el proscenio el señor Noguchi,
quien toma en cada mano una hoja de papel, la mano izquierda dobla, dobla, sale
una paloma, sosteniendo el pico con los dedos anular y meñique y tirando de la
cola con los dedos índice y medio las alas suben bajan suben bajan, la paloma
vuela, entretanto la mano derecha dobla, dobla, sale un halcón, colocando el
dedo índice en el buche y presionando con el pulgar en las patas, las poderosas
alas suben bajan suben, el halcón vuela, persigue a la paloma, la atrapa, cae
al suelo, la devora.
Grandes y entusiásticos aplausos.
Sube al proscenio el señor Iturriza, quien es calvo,
viejo, tímido y usa unos lentecitos con montura de oro. En medio de un gran
silencio el señor Iturriza se inclina ante el público,
hace una contorsión, se vuelve de espaldas. La segunda contorsión la despliega,
asume una forma extraña, y luego viene la tercera, la cuarta, la quinta
contorsión, la apertura del pliegue longitudinal, y la vuelta del conjunto. La
sexta y la séptima contorsiones son apenas visibles pero definitivas, la gente
va a aplaudir pero no aplaude, en el proscenio el señor Iturriza deshace su
último pliegue y se transforma en una límpida, solitaria, gran hoja cuadrada de
papel blanco.
Luis Britto
Tiempo
libre
Todas las mañanas compro el periódico
y todas las mañanas, al leerlo, me mancho los dedos con tinta. Nunca me ha
importado ensuciármelos con tal de estar al día en las noticias. Pero esta mañana
sentí un gran malestar apenas toqué el periódico. Creí que solamente se trataba
de uno de mis acostumbrados mareos. Pagué el importe del diario y
regresé a mi casa. Mi esposa había salido de compras. Me acomodé en mi sillón
favorito, encendí un cigarro y me puse a leer la primera página. Luego de
enterarme de que el jet se había desplomado, volví a sentirme mal; vi mis dedos
y los encontré más tiznados que de costumbre. Con un dolor de cabeza terrible,
fui al baño, me lavé las manos con toda la calma y, ya tranquilo, regresé al
sillón. Cuando iba a tomar mi cigarro, descubrí que una mancha negra
cubría mis dedos. De inmediato retorné al baño, me tallé con zacate, piedra
pómez y, finalmente, me lave con blanqueador; pero el intento fue inútil, porque la mancha
creció y me invadió hasta los codos. Ahora, más preocupado que molesto, llamé
al doctor y me recomendó que lo mejor era que tomara unas vacaciones, o que
durmiera. Después, llamé a las oficinas del periódico para elevar mi más
rotunda protesta; me contestó una voz de mujer, que solamente me insultó y me
trató de loco. En el momento en que hablaba por teléfono, me di cuenta de que,
en realidad, no se trataba de una mancha, sino de un número infinito de letras
pequeñísimas, apeñuscadas, como una inquieta multitud de hormigas negras.
Cuando colgué, las letritas habían avanzado ya hasta mi cintura. Asustado, corrí hacia la
puerta de entrada; pero, antes de poder abrirla, me flaquearon las
piernas y caí estrepitosamente. Tirado bocarriba descubrí que,
además de la gran cantidad de letras hormiga que ahora ocupaban todo
mi cuerpo, había una que otra fotografía.
Así estuve durante varias horas hasta que escuché que abrían la
puerta. Me costó trabajo hilar la idea, pero al fin pensé que había llegado mi
salvación. Entró mi esposa, me levantó del suelo, me cargó bajo el
brazo, se acomodó en mi sillón favorito, me hojeó
despreocupadamente y se puso a leer.
Guillermo Samperio
Un día de estos
El lunes amaneció tibio y sin
lluvia. Don Aurelio Escovar, dentista sin título y buen madrugador, abrió su
gabinete a las seis. Sacó de la vidriera una dentadura postiza montada aún en
el molde de yeso y puso sobre la mesa un puñado de instrumentos que ordenó de
mayor a menor, como en una exposición. Llevaba una camisa a rayas, sin cuello,
cerrada arriba con un botón dorado, y los pantalones sostenidos con cargadores
elásticos. Era rígido, enjuto, con una mirada que raras veces correspondía a la
situación, como la mirada de los sordos.
Cuando tuvo las cosas
dispuestas sobre la mesa rodó la fresa hacia el sillón de resortes y se sentó a
pulir la dentadura postiza. Parecía no pensar en lo que hacía, pero trabajaba
con obstinación, pedaleando en la fresa incluso cuando no se servía de ella.
Después de las ocho hizo una
pausa para mirar el cielo por la ventana y vio dos gallinazos pensativos que se
secaban al sol en el caballete de la casa vecina. Siguió trabajando con la idea
de que antes del almuerzo volvería a llover. La voz destemplada de su hijo de
once años lo sacó de su abstracción.
-Papá.
-Qué.
-Dice el alcalde que si le
sacas una muela.
-Dile que no estoy aquí.
Estaba puliendo un diente de
oro. Lo retiró a la distancia del brazo y lo examinó con los ojos a medio
cerrar. En la salita de espera volvió a gritar su hijo.
-Dice que sí estás porque te
está oyendo.
El dentista siguió examinando
el diente. Sólo cuando lo puso en la mesa con los trabajos terminados, dijo:
-Mejor.
Volvió a operar la fresa. De
una cajita de cartón donde guardaba las cosas por hacer, sacó un puente de varias
piezas y empezó a pulir el oro.
-Papá.
-Qué.
Aún no había cambiado de
expresión.
-Dice que si no le sacas la
muela te pega un tiro.
Sin apresurarse, con un
movimiento extremadamente tranquilo, dejó de pedalear en la fresa, la retiró
del sillón y abrió por completo la gaveta inferior de la mesa. Allí estaba el
revólver.
-Bueno -dijo-. Dile que venga
a pegármelo.
Hizo girar el sillón hasta
quedar de frente a la puerta, la mano apoyada en el borde de la gaveta. El
alcalde apareció en el umbral. Se había afeitado la mejilla izquierda, pero en
la otra, hinchada y dolorida, tenía una barba de cinco días. El dentista vio en
sus ojos marchitos muchas noches de desesperación. Cerró la gaveta con la punta
de los dedos y dijo suavemente:
-Siéntese.
-Buenos días -dijo el alcalde.
-Buenos -dijo el dentista.
Mientras hervían los
instrumentos, el alcalde apoyó el cráneo en el cabezal de la silla y se sintió
mejor. Respiraba un olor glacial. Era un gabinete pobre: una vieja silla de
madera, la fresa de pedal, y una vidriera con pomos de loza. Frente a la silla,
una ventana con un cancel de tela hasta la altura de un hombre. Cuando sintió
que el dentista se acercaba, el alcalde afirmó los talones y abrió la boca.
Don Aurelio Escovar le movió
la cara hacia la luz. Después de observar la muela dañada, ajustó la mandíbula
con una cautelosa presión de los dedos.
-Tiene que ser sin anestesia
-dijo.
-¿Por qué?
-Porque tiene un absceso.
El alcalde lo miró en los
ojos.
-Está bien -dijo, y trató de
sonreír. El dentista no le correspondió. Llevó a la mesa de trabajo la cacerola
con los instrumentos hervidos y los sacó del agua con unas pinzas frías,
todavía sin apresurarse. Después rodó la escupidera con la punta del zapato y
fue a lavarse las manos en el aguamanil. Hizo todo sin mirar al alcalde. Pero
el alcalde no lo perdió de vista.
Era una cordal inferior. El
dentista abrió las piernas y apretó la muela con el gatillo caliente. El
alcalde se aferró a las barras de la silla, descargó toda su fuerza en los pies
y sintió un vacío helado en los riñones, pero no soltó un suspiro. El dentista
sólo movió la muñeca. Sin rencor, más bien con una amarga ternura, dijo:
-Aquí nos paga veinte muertos,
teniente.
El alcalde sintió un crujido
de huesos en la mandíbula y sus ojos se llenaron de lágrimas. Pero no suspiró
hasta que no sintió salir la muela. Entonces la vio a través de las lágrimas.
Le pareció tan extraña a su dolor, que no pudo entender la tortura de sus cinco
noches anteriores. Inclinado sobre la escupidera, sudoroso, jadeante, se desabotonó
la guerrera y buscó a tientas el pañuelo en el bolsillo del pantalón. El
dentista le dio un trapo limpio.
-Séquese las lágrimas -dijo.
El alcalde lo hizo. Estaba
temblando. Mientras el dentista se lavaba las manos, vio el cielorraso
desfondado y una telaraña polvorienta con huevos de araña e insectos muertos.
El dentista regresó secándose las manos. “Acuéstese -dijo- y haga buches de
agua de sal.” El alcalde se puso de pie, se despidió con un displicente saludo
militar, y se dirigió a la puerta estirando las piernas, sin abotonarse la
guerrera.
-Me pasa la cuenta -dijo.
-¿A usted o al municipio?
El alcalde no lo miró. Cerró
la puerta, y dijo, a través de la red metálica.
-Es la misma vaina.
Gabriel García Márquez
Un departamento como otros
El imprescindible autor de La invención de Morel,
Historias fantásticas y Dormir al sol, nos envía un relato inédito donde vuelve
a uno de sus temas centrales: los límites entre lo real y lo fantástico. Con
excepcional economía de recursos, Bioy Caseres revela el atractivo y el espanto
de un departamento en donde todo es cotidiano (salvo un cuarto)
Al día siguiente de lo que lo contratara la Aseguradora
Internacional, Martelli debió informar sobre el departamento del piso 19 de una
casa en la avenida Montes de Oca. Se trata de un enorme departamento compuesto
–según anotó Martelli mientras lo recorría- de hall de entrada, sala, comedor, cinco
habitaciones y dependencias. Por ser Martelli empleado nuevo (y por simple
formalidad, según dijeron) la aseguradora envío a un segundo empleado. El señor
Bragadín, para corroborar la exactitud frl informe del primero. Cuando Martelli
se enteró de la diligencia del informe del señor Bragadín, esperó sin ansiedad
el resultado, seguro de que rectificara su informe. Se equivocaba. Además de
hall de entrada, sala comedor y dependencias, Bragadín contó seis habitaciones.
La empresa amonestó al señor Martelli; pero tanto porfió
éste acerca de la exactitud de su informe, que haciendo una excepción a las
prácticas habituales, lo mandaron de nuevo a que examinara el departamento. Con
profundo desconsuelo y con la mayor perplejidad,Martelli esta vez contó seis
habitaciones. Acaso por vergüenza de comunicar el resultado, en lugar de volver
a la empresa, Martelli se metió en un café para ordenar sus pensamientos y
descubrir una respuesta que no lo pusiera en ridículo ante sus patrones. En su
imaginación el departamento de la calle Montes de Oca se convertía en un ser
fantástico y hostil que lo confundía para que lo despidieran.
Antes de volver a la empresa, pasó por el departamento y
con satisfacción contó cinco habitaciones. Ara retomar fuerza, porque estaba
cansado, se dejó caer al suelo y pasó u
rato reclinado en la pared.
Un escrúpulo del último momento que llevó a contar una
vez más las habitaciones. Descubrió que eran cuatro, descontento volvió a
contarlas, evidentemente eran ocho. Un poco asustado buscó entonces la salida.
No la encontró. Solo había habitaciones que daban a habitaciones.
Adolfo Bioy Casares
El suicida
Al pie de la Biblia abierta -donde estaba señalado en
rojo el versículo que lo explicaría todo- alineó las cartas: a su mujer, al
juez, a los amigos. Después bebió el veneno y se acostó.
Nada. A la hora se levantó y miró el frasco. Sí, era el
veneno.
¡Estaba tan seguro! Recargó la dosis y bebió otro vaso.
Se acostó de nuevo. Otra hora. No moría. Entonces disparó su revólver contra la
sien. ¿Qué broma era ésa? Alguien -¿pero quién, cuándo?- alguien le había
cambiado el veneno por agua, las balas por cartuchos de fogueo. Disparó contra
la sien las otras cuatro balas. Inútil. Cerró la Biblia, recogió las cartas y
salió del cuarto en momentos en que el dueño del hotel, mucamos y curiosos
acudían alarmados por el estruendo de los cinco estampidos.
Al llegar a su casa se encontró con su mujer envenenada y
con sus cinco hijos en el suelo, cada uno con un balazo en la sien.
Tomó el cuchillo de la cocina, se desnudó el vientre y se
fue dando cuchilladas. La hoja se hundía en las carnes blandas y luego salía
limpia como del agua. Las carnes recobraban su licitud como el agua después que
le pesca el pez.
Se derramó nafta en la ropa y los fósforos se apagaban
chirriando.
Corrió hacia el balcón y antes de tirarse pudo ver en la
calle el tendal de hombres y mujeres desangrándose por los vientres
acuchillados, entre las llamas de la ciudad incendiada.
Enrique Anderson Imbert
Por escrito gallina
una
Con lo que pasa es nosotras exaltante. Rápidamente
del posesionado mundo hemos nos, hurra. Era un inofensivo
aparentemente cohete lanzado Cañaveral americanos Cabo por los desde.
Razones se desconocidas por órbita de la desvió, y probablemente algo al
rozar invisible la tierra devolvió a. Cresta nos cayó en la ¡paf!, y
mutación en la golpe entramos de.
Rápidamente la multiplicar aprendiendo de tabla estamos,
dotadas muy literatura para la somos de historia, química menos un poco,
desastre ahora hasta deportes, no importa pero: de será gallinas cosmos
el, carajo qué...
Julio Cortázar
El retrato oval
El castillo al cual mi criado se había atrevido a entrar
por la fuerza antes de permitir que, gravemente herido como estaba, pasara yo
la noche al aire libre, era una de esas construcciones en las que se mezclan la
lobreguez y la grandeza, y que durante largo tiempo se han alzado cejijuntas en
los Apeninos, tan ciertas en la realidad como en la imaginación de Mrs.
Radcliffe. Según toda apariencia, el castillo había sido recién abandonado,
aunque temporariamente. Nos instalamos en uno de los aposentos más pequeños y
menos suntuosos. Hallábase en una apartada torre del edificio; sus decoraciones
eran ricas, pero ajadas y viejas. Colgaban tapices de las paredes, que
engalanaban cantidad y variedad de trofeos heráldicos, así como un número
insólitamente grande de vivaces pinturas modernas en marcos con arabescos de
oro. Aquellas pinturas, no solamente emplazadas a lo largo de las paredes sino
en diversos nichos que la extraña arquitectura del castillo exigía, despertaron
profundamente mi interés, quizá a causa de mi incipiente delirio; ordené, por
tanto, a Pedro que cerrara las pesadas persianas del aposento —pues era ya de
noche—, que encendiera las bujías de un alto candelabro situado a la cabecera
de mi lecho y descorriera de par en par las orladas cortinas de terciopelo
negro que envolvían la cama. Al hacerlo así deseaba entregarme, si no al sueño,
por lo menos a la alternada contemplación de las pinturas y al examen de un
pequeño volumen que habíamos encontrado sobre la almohada y que contenía la
descripción y la crítica de aquéllas.
Mucho, mucho leí… e intensa, intensamente miré. Rápidas y
brillantes volaron las horas, hasta llegar la profunda medianoche. La posición
del candelabro me molestaba, pero, para no incomodar a mi amodorrado sirviente,
alargué con dificultad la mano y lo coloqué de manera que su luz cayera
directamente sobre el libro.
El cambio, empero, produjo un efecto por completo inesperado.
Los rayos de las numerosas bujías (pues eran muchas) cayeron en un nicho del
aposento que una de las columnas del lecho había mantenido hasta ese momento en
la más profunda sombra. Pude ver así, vívidamente, una pintura que me había
pasado inadvertida. Era el retrato de una joven que empezaba ya a ser mujer.
Miré presurosamente su retrato, y cerré los ojos. Al principio no alcancé a comprender
por qué lo había hecho. Pero mientras mis párpados continuaban cerrados, cruzó
por mi mente la razón de mi conducta. Era un movimiento impulsivo a fin de
ganar tiempo para pensar, para asegurarme de que mi visión no me había
engañado, para calmar y someter mi fantasía antes de otra contemplación más
serena y más segura. Instantes después volví a mirar fijamente la pintura. Ya
no podía ni quería dudar de que estuviera viendo bien, puesto que el primer
destello de las bujías sobre aquella tela había disipado la soñolienta modorra
que pesaba sobre mis sentidos, devolviéndome al punto a la vigilia.
Como ya he dicho, el retrato representaba a una mujer joven.
Sólo abarcaba la cabeza y los hombros, pintados de la manera que técnicamente
se denomina vignette, y que se parece mucho al estilo de las cabezas
favoritas de Sully. Los brazos, el seno y hasta los extremos del radiante
cabello se mezclaban imperceptiblemente en la vaga pero profunda sombra que
formaba el fondo del retrato. El marco era oval, ricamente dorado y
afiligranado en estilo morisco. Como objeto de arte, nada podía ser más
admirable que aquella pintura. Pero lo que me había emocionado de manera tan
súbita y vehemente no era la ejecución de la obra, ni la inmortal belleza del
retrato. Menos aún cabía pensar que mi fantasía, arrancada de su semisueño,
hubiera confundido aquella cabeza con la de una persona viviente.
Inmediatamente vi que las peculiaridades del diseño, de la vignette y
del marco tenían que haber repelido semejante idea, impidiendo incluso que
persistiera un solo instante. Pensando intensamente en todo eso, quédeme tal
vez una hora, a medias sentado, a medias reclinado, con los ojos fijos en el
retrato. Por fin, satisfecho del verdadero secreto de su efecto, me dejé caer
hacia atrás en el lecho. Había descubierto que el hechizo del cuadro residía en
una absoluta posibilidad de vida en su expresión que, sobresaltándome
al comienzo, terminó por confundirme, someterme y aterrarme. Con profundo y
reverendo respeto, volví a colocar el candelabro en su posición anterior.
Alejada así de mi vista la causa de mi honda agitación, busqué vivamente el
volumen que se ocupaba de las pinturas y su historia. Abriéndolo en el número
que designaba al retrato oval, leí en él las vagas y extrañas palabras que
siguen:
«Era una virgen de singular hermosura, y tan encantadora como
alegre. Aciaga la hora en que vio y amó y desposó al pintor. Él, apasionado,
estudioso, austero, tenía ya una prometida en el Arte; ella, una virgen de sin
igual hermosura y tan encantadora como alegre, toda luz y sonrisas, y traviesa
como un cervatillo; amándolo y mimándolo, y odiando tan sólo al Arte, que era
su rival; temiendo tan sólo la paleta, los pinceles y los restantes enojosos
instrumentos que la privaban de la contemplación de su amante. Así, para la
dama, cosa terrible fue oír hablar al pintor de su deseo de retratarla. Pero
era humilde y obediente, y durante muchas semanas posó dócilmente en el oscuro
y elevado aposento de la torre, donde sólo desde lo alto caía la luz sobre la
pálida tela. Mas él, el pintor, gloriábase de su trabajo, que avanzaba hora a
hora y día a día. Y era un hombre apasionado, violento y taciturno, que se
perdía en sus ensueños; tanto, que no quería ver cómo esa luz que
entraba lívida, en la torre solitaria, marchitaba la salud y la vivacidad de su
esposa, que se consumía a la vista de todos, salvo de la suya. Mas ella seguía
sonriendo, sin exhalar queja alguna, pues veía que el pintor, cuya nombradía
era alta, trabajaba con un placer fervoroso y ardiente, bregando noche y día
para pintar a aquella que tanto le amaba y que, sin embargo, seguía cada vez
más desanimada y débil. Y, en verdad, algunos que contemplaban el retrato
hablaban en voz baja de su parecido como de una asombrosa maravilla, y una prueba
tanto de la excelencia del artista como de su profundo amor por aquella a quien
representaba de manera tan insuperable. Pero, a la larga, a medida que el
trabajo se acercaba a su conclusión, nadie fue admitido ya en la torre, pues el
pintor habíase exaltado en el ardor de su trabajo y apenas si apartaba los ojos
de la tela, incluso para mirar el rostro de su esposa. Y no quería ver que
los tintes que esparcía en la tela eran extraídos de las mejillas de aquella
mujer sentada a su lado. Y cuando pasaron muchas semanas y poco quedaba por
hacer, salvo una pincelada en la boca y un matiz en los ojos, el espíritu de la
dama osciló, vacilante como la llama en el tubo de la lámpara. Y entonces la
pincelada fue puesta y aplicado el matiz, y durante un momento el pintor quedó
en trance frente a la obra cumplida. Pero, cuando estaba mirándola, púsose
pálido y tembló mientras gritaba: “¡Ciertamente, ésta es la Vidamisma!”, y
volviose de improviso para mirar a su amada… ¡Estaba muerta!».
Edgar Allan Poe
El hombre que aprendió a ladrar
Lo cierto es que fueron años
de arduo y pragmático aprendizaje, con lapsos de desalineamiento en los que
estuvo a punto de desistir. Pero al fin triunfó la perseverancia y Raimundo
aprendió a ladrar. No a imitar ladridos, como suelen hacer algunos chistosos o
que se creen tales, sino verdaderamente a ladrar. ¿Qué lo había impulsado a ese
adiestramiento? Ante sus amigos se autoflagelaba con humor: “La verdad es que
ladro por no llorar”. Sin embargo, la razón más valedera era su amor casi
franciscano hacia sus hermanos perros. Amor es comunicación.
¿Cómo amar entonces sin
comunicarse?
Para Raimundo representó un
día de gloria cuando su ladrido fue por fin comprendido por Leo, su hermano
perro, y (algo más extraordinario aún) él comprendió el ladrido de Leo. A
partir de ese día Raimundo y Leo se tendían, por lo general en los atardeceres,
bajo la glorieta y dialogaban sobre temas generales. A pesar de su amor por los
hermanos perros, Raimundo nunca había imaginado que Leo tuviera una tan sagaz
visión del mundo.
Por fin, una tarde se animó a
preguntarle, en varios sobrios ladridos: “Dime, Leo, con toda franqueza: ¿qué
opinas de mi forma de ladrar?”. La respuesta de Leo fue bastante escueta y
sincera: “Yo diría que lo haces bastante bien, pero tendrás que mejorar. Cuando
ladras, todavía se te nota el acento humano.”
Mario Benedetti
Comentarios
Publicar un comentario